jueves, 4 de diciembre de 2008

vigilar y castigar , m. foucault. 1976, el castigo

EL CASTIGO GENERALIZADO






"Que las penas sean moderadas y proporcionadas a los delitos, que la muerte no se pronuncie
ya sino contra los culpables de asesinato, y que los suplicios que indignan a la humanidad sean
abolidos." 99 La protesta contra los suplicios se encuentra por doquier en la segunda mitad del siglo
XVIII: entre los filósofos y los teóricos del derecho; entre juristas, curiales y parlamentarios; en los Cuadernos de quejas y en los legisladores de las asambleas. Hay que castigar de otro modo:
deshacer ese enfrentamiento físico del soberano con el condenado; desenlazar ese cuerpo a cuerpo, que se desarrolla entre la venganza del príncipe y la cólera contenida del pueblo, por intermedio del ajusticiado y del verdugo. Muy pronto el suplicio se ha hecho intolerable. Irritante, si se mira del lado del poder, del cual descubre la tiranía, el exceso, la sed de desquite y "el cruel placer de castigar".100 Vergonzoso, cuando se mira del lado de la víctima, a la que se reduce a la desesperación y de la cual se quisiera todavía que bendijera "al cielo y a sus jueces de los que parece abandonada".101 Peligroso de todos modos, por el apoyo que en él encuentran una contra otra, la violencia del rey y la del pueblo. Como si el poder soberano no viera, en esta emulación de atrocidad, un reto que él mismo lanza y que muy bien podrá ser recogido un día: acostumbrado "a ver correr la sangre", el pueblo aprende pronto "que no puede vengarse sino con sangre".102 En estas ceremonias que son objeto de tantos ataques adversos, se percibe el entrecruzamiento de la desmesura de la justicia armada y la cólera del pueblo al que se amenaza. Joseph de Maistre reconocerá en esta relación uno de los mecanismos fundamentales del poder absoluto: entre el príncipe y el pueblo, el verdugo constituye un engranaje; la muerte que da es como la de los campesinos sojuzgados que construían San Petersburgo por encima de (78) los pantanos y de las pestes: es principio de universalidad; de la voluntad singular del déspota, hace una ley para todos, y de cada uno de esos cuerpos destruidos, una piedra para el Estado; ¿qué importa que se descargue sobre inocentes? En esta misma violencia, aventurada y ritual, los reformadores del siglo XVIII denunciaron por el contrario lo que excede, de una parte y de otra, el ejercicio legítimo del poder: la tiranía, según ellos, se enfrenta en la violencia a la rebelión; llámanse la una a la otra.
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